sábado, 24 de noviembre de 2012

Nos enseñaron a perseguir el éxito


















Nos enseñaron a tener éxito, a perseguirlo, a domarlo... Pero no nos enseñaron a compartirlo, a disfrutarlo.


Nos enseñaron a perseguir.


Y en esas andamos, fijos, inmutables, con la mirada atenta a que suceda todo aquello. Ajenos a lo que vibra cercano. Y así vivimos, persiguiendo al éxito... Como si su naturaleza fuera esquiva, como si el corazón de tal empresa, estuviese hecho del material impalpable del que están hechas las nubes.



Inalcanzable, corriendo cada vez más rápido, alargando cada vez más las manos, sin importar si hay un corazón latiendo detrás. Velocistas, sin importar la voracidad de nuestras zancadas, ni la huella que en camino se va dibujando.

Nos enseñaron perseguir el éxito. Como si su naturaleza fuese esquiva. Como si tal hazaña fuese similar a la de coger aire con las manos. Y nosotros, hambrientos como un lobo previo al ataque de su presa, miramos la semilla y cantamos en imperativo “¡Crece! ¡Crece, maldita semilla! ¡Crece ya!

Pero no es lo mismo crecer que hacerse grande.

Crecer es bailar, una danza sincrónica, la historia de amor entre un punto que se hizo estrella.

Crecer es sentir que el mundo te abraza, te acoge. Crecer es ser capaz de dar. Crecer es di-vertirse.

Y engrandecerse, es sólo una apariencia, una infantil manera del decirse presente, convencerse absoluto. Pero sólo eso. Una mueca desfigurada y gorda que presume ser lo que no es, y que lo hace quizás: Para dejar de oír los gritos hirientes de su amo.

Y en eso andamos, a la orilla de la vida, mirando su tez cristalina, la del agua que transita como un manto, cuya belleza nada parece contarnos. Nosotros atentos, buscando en su fondo algún secreto, sin tomar consciencia sobre el firmamento azul y bello, que se va dibujando a paso.

El río, la vida... solo parece tener sentido si lanzamos un anzuelo y de con él algo sacamos.

Porque nos enseñaron a perseguir el éxito, a buscarlo. Y en eso nos pasamos la vida: buscándolo, buscándolo...

Como quien busca desesperadamente al amor de su vida, mientras mil bocas brillan a su vera, como el relojero que mecánico devuelve vida a los relojes olvidando que un día fueron la pulsión de su carrera.

Pero cada vez que lanzamos un anzuelo a ese río
un amigo se desvanece,
hay una semilla que no crece
por miedo a morirse de frío.

Cada vez que lanzamos un anzuelo a ese río
un amanecer pierde su trazo
un hijo llora un abrazo
un amor queda vacío.

Cada vez que lanzamos un anzuelo a ese río
los ojos se hacen más pequeños
pues solo buscan allá en lo lejos
caminos que le llenen de gloria.

Y vive al final siempre buscando
siempre el anhelo en su rutina
siempre el quijote soñando.

y quizás comprenda algún día
que la flor de la vida
no se grita, ni se obliga
no se busca, ni se descuida.

pues no hay mayor éxito en la vida
que el dejar de buscarlo.


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